Algunos
recuerdos de mi infancia y adolescencia transcurrieron en las tabernas de mi barrio.
En esta época no teníamos ni Wii, ni Nintendo, ni Game boy, ni Playstation. La
vida se desarrollaba más en las calles y en contacto con la gente. Los niños
acudíamos a jugar a las máquinas –entonces no sabíamos que a estas se les llamaba
juego de Pinball–. Esta costumbre la adquirí por el ejemplo de mis hermanos mayores,
pronto encontré gran fruición por este juego.
El Pinball era un juego electrónico de mesa muy frecuente en las tabernas, las
máquinas se componían de un tablero horizontal inclinado y otro vertical que
hacía de contador de puntos, estaban decoradas con colores, dibujos –a veces
del oeste, otras del mundo Marvel de comic–, luces y sonidos muy llamativos. El
juego consistía en sacar la bola a través de un resorte, colocado a la derecha
del tablero, que la impulsaba hacia la parte alta y en su camino chocaba con
marcadores electrónicos que aumentaban la puntuación, era un continuo rozar en
los marcadores y aumentar la puntuación, todo dependía de la maestría del
jugador y a veces de la suerte. La bola caía por su propia inercia hasta llegar
a unas paletas que el jugador accionaba a través de unos botones colocados en
los laterales, se hacía con cierto efecto para conseguir relanzarla y llegar a
los marcadores para obtener más puntos. A una puntuación determinada se conseguía
una bola extra, y más puntos ganabas una partida extra. Mi hermano tercio era
tan bueno que podía echar toda una tarde jugando con tan solo cinco pesetas. Yo
solía esperar a su lado hasta que éste se cansaba y me dejaba jugar.
Entre
las tabernas en las que había las máquinas más atractivas estaba “El botero” o “El
roña” –que era así como se conocía popularmente–, aunque había un cartel en la
puerta que ponía: “Vinos y cervezas, sucursal del botero”. Este bar estaba
dispuesto en dos grandes estancias, la primera situada a la entrada en donde
estaba la barra y la otra al fondo, en el paso de una a otra se encontraba el
retrete, que consistía en una superficie de porcelana situada en el suelo con
dos huellas en donde se suponía que había que poner los pies y un agujero de
desagüe; las escalera que subía a la vivienda del dueño del bar; y un pasillo
de paso en donde estaban las máquinas. Ambas salas estaban decoradas con carteles
taurinos, mesas de hierro y mármol, bancos de madera pegados a la pared y
taburetes. En esta taberna los mayores jugaban a las cartas, sobre todo al
mus, para las apuestas empleaban las chapas de los botellines, por lo que en
el ambiente estaba el sonido metálico de estas contra el mármol, así como las
voces que los jugadores –que en muchas ocasiones eran nuestros padres–, que se oía órdago a las grandes, órdago a las chicas, envido... recuerdo una atmósfera llena de humo y un ambiente inolvidable.
Otra
taberna que también frecuentábamos era la de “el señor Pedrín y la señora Pedrina”,
no sé si tenía algún nombre oficial, pero nosotros lo conocíamos por ese
nombre. Esta era menos frecuentada, ya que los dueños tenían un carácter un
tanto peculiar. En ella no se podía dar golpes a la máquina, con lo que se
hacía más complicado hacer puntos y cuando la señora se enfadaba con los chicos
los echaba del bar aduciendo que trataban mal a la máquina, sin embargo
nosotros siempre le caímos bien. Lo único característico de esta taberna eran los
baldosines cerámicos que había en el zócalo, en ellos había todo tipo de
refranes como: “la madrugada del pellejero, que le daba el sol en el ombligo y
decía que era el lucero”, “tripa llena, corazón contento”, “comiendo con vino no
hace daño lo más dañino” y otros muchos que ahora no recuerdo.
También
estaba el bar la Campana, muy característico porque el dueño tocaba la misma
cada vez que le dejaban una propina. En este había una máquina de pinball. Sin
embargo años después hubo una máquina electrónica que se llamaba “DONKEY KONG”
que para mí era la mejor máquina que jamás he jugado, quizá porque pasó ya en mi adolescencia y yo tenía más
independencia. En este caso la partida costaba veinticinco pesetas.
Luego
llegó la maquina creada por Arcade Moon Cresta (Nichibutsu) –popularmente conocida
por la de marcianitos o ensamble–, que a mí no me gustaban nada, pero a mi
chico a sus amigos les volvía locos, se podían pasar toda la tarde en el bar Río
o el bar Alcázar –este último conocido por todos por bar “el Champi” o bar “el guarro”, estos dos
bares ya estaban más lejos del barrio lo que nos permitía mayor intimidad en
nuestras acciones de adolescentes. En esta máquina ni chico tenía el record de
todo Toledo y en todas ponía nuestros nombres como señal de su amor hacia mí.
El bar que más nos gustaba a las chicas era “el guarro” porque tenía una
máquina de música que nos permitía estar más entretenidas. Allí escuchábamos
insistentemente “El muro” de Pink Floyd, “Polvo en el viento” de Kansas y otras
que me ponen melancólica, una edad sin responsabilidades, de risas y amistades
que permanecen y que nunca volverá.
© Lola Lirola, 23 de abril de 2015.
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