jueves, 23 de abril de 2015

VINOS Y CERVEZAS, SUCURSAL DEL BOTERO


Algunos recuerdos de mi infancia y adolescencia transcurrieron en las tabernas de mi barrio. En esta época no teníamos ni Wii, ni Nintendo, ni Game boy, ni Playstation. La vida se desarrollaba más en las calles y en contacto con la gente. Los niños acudíamos a jugar a las máquinas –entonces no sabíamos que a estas se les llamaba juego de Pinball–. Esta costumbre la adquirí por el ejemplo de mis hermanos mayores, pronto encontré gran fruición por este juego.


El Pinball era un juego electrónico de mesa muy frecuente en las tabernas, las máquinas se componían de un tablero horizontal inclinado y otro vertical que hacía de contador de puntos, estaban decoradas con colores, dibujos –a veces del oeste, otras del mundo Marvel de comic–, luces y sonidos muy llamativos. El juego consistía en sacar la bola a través de un resorte, colocado a la derecha del tablero, que la impulsaba hacia la parte alta y en su camino chocaba con marcadores electrónicos que aumentaban la puntuación, era un continuo rozar en los marcadores y aumentar la puntuación, todo dependía de la maestría del jugador y a veces de la suerte. La bola caía por su propia inercia hasta llegar a unas paletas que el jugador accionaba a través de unos botones colocados en los laterales, se hacía con cierto efecto para conseguir relanzarla y llegar a los marcadores para obtener más puntos. A una puntuación determinada se conseguía una bola extra, y más puntos ganabas una partida extra. Mi hermano tercio era tan bueno que podía echar toda una tarde jugando con tan solo cinco pesetas. Yo solía esperar a su lado hasta que éste se cansaba y me dejaba jugar.
Entre las tabernas en las que había las máquinas más atractivas estaba “El botero” o “El roña” –que era así como se conocía popularmente–, aunque había un cartel en la puerta que ponía: “Vinos y cervezas, sucursal del botero”. Este bar estaba dispuesto en dos grandes estancias, la primera situada a la entrada en donde estaba la barra y la otra al fondo, en el paso de una a otra se encontraba el retrete, que consistía en una superficie de porcelana situada en el suelo con dos huellas en donde se suponía que había que poner los pies y un agujero de desagüe; las escalera que subía a la vivienda del dueño del bar; y un pasillo de paso en donde estaban las máquinas. Ambas salas estaban decoradas con carteles taurinos, mesas de hierro y mármol, bancos de madera pegados a la pared y taburetes. En esta taberna los mayores jugaban a las cartas, sobre todo al mus, para las apuestas empleaban las chapas de los botellines, por lo que en el ambiente estaba el sonido metálico de estas contra el mármol, así como las voces que los jugadores –que en muchas ocasiones eran nuestros padres–, que se oía órdago a las grandes, órdago a las chicas, envido... recuerdo una atmósfera llena de humo y un ambiente inolvidable.
Otra taberna que también frecuentábamos era la de “el señor Pedrín y la señora Pedrina”, no sé si tenía algún nombre oficial, pero nosotros lo conocíamos por ese nombre. Esta era menos frecuentada, ya que los dueños tenían un carácter un tanto peculiar. En ella no se podía dar golpes a la máquina, con lo que se hacía más complicado hacer puntos y cuando la señora se enfadaba con los chicos los echaba del bar aduciendo que trataban mal a la máquina, sin embargo nosotros siempre le caímos bien. Lo único característico de esta taberna eran los baldosines cerámicos que había en el zócalo, en ellos había todo tipo de refranes como: “la madrugada del pellejero, que le daba el sol en el ombligo y decía que era el lucero”, “tripa llena, corazón contento”, “comiendo con vino no hace daño lo más dañino” y otros muchos que ahora no recuerdo.
También estaba el bar la Campana, muy característico porque el dueño tocaba la misma cada vez que le dejaban una propina. En este había una máquina de pinball. Sin embargo años después hubo una máquina electrónica que se llamaba “DONKEY KONG” que para mí era la mejor máquina que jamás he jugado, quizá porque  pasó ya en mi adolescencia y yo tenía más independencia. En este caso la partida costaba veinticinco pesetas.
Luego llegó la maquina creada por Arcade Moon Cresta (Nichibutsu) –popularmente conocida por la de marcianitos o ensamble–, que a mí no me gustaban nada, pero a mi chico a sus amigos les volvía locos, se podían pasar toda la tarde en el bar Río o el bar Alcázar –este último conocido por todos por  bar “el Champi” o bar “el guarro”, estos dos bares ya estaban más lejos del barrio lo que nos permitía mayor intimidad en nuestras acciones de adolescentes. En esta máquina ni chico tenía el record de todo Toledo y en todas ponía nuestros nombres como señal de su amor hacia mí. El bar que más nos gustaba a las chicas era “el guarro” porque tenía una máquina de música que nos permitía estar más entretenidas. Allí escuchábamos insistentemente “El muro” de Pink Floyd, “Polvo en el viento” de Kansas y otras que me ponen melancólica, una edad sin responsabilidades, de risas y amistades que permanecen y que nunca volverá.



© Lola Lirola, 23 de abril de 2015.

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