viernes, 27 de marzo de 2015

EL PRIMER CONTACTO DE CINCA CON EL ARTE.


Para mí la alegría llegaba al alma con la primavera, siempre llovía y lo recuerdo porque era el cumpleaños de mi hermano Tercio. Ese año cayó agua como si no hubiera un mañana, en abundante caudal bajaba desde la Calle de Arco Palacio, atravesaba la plaza del Ayuntamiento y seguía su camino para juntarse con la que llegaba apresurada de la Calle de la Ciudad, ambos torrentes unían su cauce en el inicio de la Calle Pozo Amargo buscando el camino cuesta abajo hacia una horizontal, yo venía del Ayuntamiento y mis pequeñas piernas no daban más de sí para saltar los torrentes que se había formado, si pisaba el agua sabía que era bronca segura, ya que tenía una tendencia natural a resfriarme, así que opté por refugiarme bajo una de las puertas de los almacenes de los operarios del ayuntamiento, no veía la manera de salir, estaba segura que en casa estarían preocupados por mí, no hacía mucho que me quedé dormida debajo de un aparador del salón y se lío una muy gorda en casa, ya que toda la familia estuvo buscándome pensando que algo malo me había pasado. Mi preocupación crecía y no veía a nadie conocido para pedirle ayuda, de pronto vi al hijo del practicante, parecía fuerte, seguro que se acordaba de mí, ya que yo solía frecuentar la clínica de su padre, efectivamente, él mismo intuyó mi zozobra y se ofreció para cruzarme aquel torrente que se había formado, me cogió en sus brazos como si de una pluma se tratase y me llevó a salvo, así se convirtió para mí en un héroe.
Agustín Barahona era un practicante que tenía una clínica en la calle Santa Isabel, yo por cuestiones de salud la tuve que visitar en numerosas ocasiones, a veces incluso él venía a mi casa. Desde que nací, yo tenía problemas respiratorios, lo que se traducía en constipados que debían ser tratados con medicación que requería pinchazos de la agujas del practicante. La clínica olía raro, incluso cuando él venía a casa, solía llevar un maletín, del que sacaba un recipiente de acero inoxidable en donde quemaba alcohol –eso era lo que olía raro– necesario para esterilizar la jeringuilla. Eran tantos los resfriados que había cogido en mi corta vida, que ese año el medico decidió operarme de las anginas. Esa fue mi primera intervención, algo de poca importancia ya que fue ambulatoria, a la cual acudí con mi hermano Segundo y como era tan pequeña, él me tuvo que sentar en sus piernas para facilitar la labor de los médicos, yo pensé que estando mi hermano nada me podría pasar, enseguida se esfumaron los pensamientos, ya que me durmieron totalmente con una mascarilla. Cuando me desperté tan sólo recuerdo la sensación húmeda de cuando me oriné sobre él, íbamos para casa en un taxi. Mi casa se convirtió en un ir y venir de gente, tías, vecinas, abuelos y amigas de mi madre, todas ellas traían helados, natillas y yogures que yo no podía comer porque me dolía mucho –algo que les vino muy bien a mis hermanos que dieron cuenta de todos los majares–. Al llegar a casa mi madre me instaló en su cama, para mi ese era el mejor lugar en donde recuperarme de ese dolor en la garganta. La cama de mi madre era grande y tenía su aroma impregnado, aroma de su amor que tanto necesitaba, aroma a su sonrisa, aroma a su dedicación, a la necesidad de que me solucionaran los problemas. Ese año tuvo que ser muy duro para ella, ya que por desgracia fueron muchas las veces que mi madre me metió en su cama.
Ese año fue muy duro, sin embargo ocurrió algo que marcaría toda mi vida –como siempre me ha ocurrido en los malos momentos, la vida para compensar me ha dado los mejores regalos–. Ese año colocaron en frente de mi casa la galería de arte Tolmo -se podía ver desde la ventana del comedor de casa-, fundada por unos jóvenes que comenzaban su andadura en el arte. Ellos reformaron un sótano, que parecía imposible entre en luz, en un espacio en donde se podía ver arte, prácticamente era el único lugar en la ciudad en donde se podía disfrutar de arte contemporáneo. Ya llevaban varios días entrando y saliendo del local, nosotros aún no sabíamos qué iban a poner allí. Un día estaba mi hermano Segundo escuchando un remix de The Beatles, el continuo cambio de ritmo era dinámico y apetecible –yo conocía todas las canciones, las tatareaba en un inglés inventado–, cuando a nuestra ventana se asomó un joven con gafas y nos pidió que por favor pusiéramos una música más homogénea no tan cambiante, ya que estaban pintando al ritmo de ella y tanto cambio les confundía. Nosotros muy educados accedimos a tal petición, no sin aprovechar para preguntarle a qué iban a dedicar el local, a lo que respondió que sería una galería de arte. Algo que nos extrañó mucho ya que no era algo muy común en nuestro ambiente familiar.
Ese fue el principio de mi gran pasión por el arte contemporáneo, toda mi infancia la pasé imbuyéndome de imágenes de arte que calaron en mi subconsciente, la mayoría de las veces no tenía ni idea de lo que estaba mirando. Efectivamente la galería se inauguró y comenzó un continuo ir y venir de artistas y exposiciones. El espacio quedó de lo más correcto, según se entraba existía un área en donde se podían establecer cuatro y cinco cuadros, la sala dividía su espacio gracias a una gran escalera de caracol  de hierro que subía al primer piso, en frente otra escalera conducía a una gran sala bajo tierra –casi una cueva– en donde se podían ver la mayoría de las obras. Otras estancias se distribuían al fondo de la sala a píe de calle, también cavadas bajo tierra, allí había una exposición permanente de obras de autores que ya habían expuesto allí. Esta era una galería pequeña pero coqueta. Cada quince días mi calle se llenaba de gente que acudía a la inauguración de una nueva exposición. Yo solía acudir con mis amigas, como entretenimiento a ver los distintos cuadros que colgaban en sus paredes blancas. Es esas paredes vi obras de Lucio Muñoz, Eusebio Sempere, Alberto Sánchez, Perelló, Amalia Avia, Pablo Serrano…etc., y de tantos artistas, sin embargo no sabía lo que estaba mirando, años después he sido consciente que mi amor por el arte procedía de un continuo acostumbrar mi mirada a esas obras que yo no entendía. Mis amigas y yo íbamos cada vez que podíamos a ver los cuadros, recorríamos las salas, subíamos las escaleras, nos encantaba disfrutar de las obras como si entendiésemos de arte. Si alguien hablaba de una obra, nos poníamos a su lado e intentábamos ver aquello que estaba explicando.
Pero lo que más me llamaba la atención era la casa de al lado de la galería, un piso que habían alquilado como estudio de artistas los del grupo. Allí entraban y salían todo tipo de jóvenes, muchos de ellos con barba, también había una chica asiática –luego supe que se llamaba Kasué–, no se veía un ambiente muy distinto al de mi familia. Alguna vez había pillado a mi abuela espiarlos desde el mirador –que por algo se llamaba así–, para mí todo era en ellos era emocionante. De entre todos el que más me gustaba era Raimundo de Pablos, a mí se me recordaba a algún personaje de un cuadro que había visto en alguna parte, otro de mis enamoramientos de niña. Pero también me llamaba la atención un señor que salía en la televisión –Fernando de Giles–, según mi madre era un reportero de guerra y es que siempre he sido muy impresionable.
Estos fueron mis primeros contactos con el arte, gracias a ellos quise forzarme a aprender esa semántica que no entendía, que mi retina no tenía como familiar. Gracias a esa galería aprendí que el arte debe estar al alcance de todos, pero no todos entienden su lenguaje, también entendí que la vida te habla, pero que a cada uno con su propio idioma.

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