Se
me ocurre comenzar por el inicio, fui producto de la unión entre un varón de
los Familacia y una mujer de los Familojas, dos troncos que con toda seguridad
procedían de distinta cepa, o al menos así lo había sentido desde que era muy
pequeña. Cuando llegué al circo de la vida, fui la última en llegar y ya había
otros cuatro miembros más que pugnaban por atraer toda la atención de mis
progenitores, de inmediato percibí que el cariño de mi madre debía ganármelo a
pulso y compartirlo con mis hermanos, por lo que, ya de bebé, decidí elaborar
una estrategia, básica desde luego, que consistía en permanecer en un estado
continuo de somnolencia, lo que fue un acierto ya que con esa actitud conseguí ganarme
los afectos no sólo de mi madre, sino de todos los adultos de la familia.
Siempre he vivido en una ciudad cuyas
piedras enraizaban con un pasado glorioso, en donde sus habitantes respiraban
rancios el aliento lento de una realidad extemporánea. Cuando yo nací, vivíamos
de alquiler en una casa antigua del centro neurálgico de la misma, que era
propiedad de la abuela –viuda de Familojas–, una casa que compró el abuelo para
hacer ostentación de su posición social, pero que no pudo disfrutar por culpa
de un refrán que decía: “Jaula nueva, pájaro muerto”, y así fue de fiel
cumplimiento, ya que una vez que se mudaron a la nueva casa, el abuelo falleció
debido a una pulmonía.
Una
de las primeras emociones que sentí fue la sensación de no ser querida, ya que
según me dijeron, yo nací porque mi padre quiso, lo que denotaba que para mi
madre no fue una idea que le agradara mucho, algo que se convirtió de forma
inevitable en un inconveniente, ya que durante nueve meses compartimos sangre,
emociones y vivencias..., sin embargo eso fue compensado en el mismo momento en
que nací, ya que lo primero que vi fueron sus ojos verdes mielosos que
calentaban mi alma, produciendo una dependencia eterna hacia su persona. Mi
madre fue una mujer muy peculiar, seguramente la mejor que pudieron elegir para
mí, su carácter luchador, su fortaleza, las ganas de vivir eran sus características
más visibles, era pequeñita y gordita, llevaba el pelo corto, a veces iba a la
peluquería y se lo cardaban, pero casi siempre se peinaba ella misma, tenía la
cara redonda, sus ojos estaban enmarcados por unas grandes ojeras, su nariz era
aguileña moderada y casi siempre llevaba colocada una gran sonrisa en sus
labios. A mí me tuvo en su madurez y a veces sólo recuerdo los últimos años, quedando
velados otros mejores, por el sufrimiento que padeció.
Mamá
era la mayor de los Familiojas, los cuales en la Guerra Civil habían estado en
Cartagena, ella con tan sólo 11 años, junto con sus tías y sus primas, todos
Familiojas. Su madre había encontrado trabajo en Cartagena haciendo balas y
armamento, gracias a la experiencia que tenía de la Fábrica de Armas de Toledo,
esto lo sabíamos por mi padre, ya que ellas callaban más que hablaban, algo
normal teniendo en cuenta que ganaron los del bando contrario y ¡más le valía
callarse! En casa nunca se oía hablar de la guerra, ni de política, ni de nada
que hiciera referencia a ese pasado. Lo único que ocurría es que de vez en
cuando, mi madre decía cosas muy extrañas, como: “…a los curas también se les
empina…” o “…pides más que un cura…”, frases que yo como niña no entendía.
Mi
madre parecía que recibía la energía de discutir, no importaba con quien, no había
día que pasara sin practicar su afición favorita. La candidata que más repetía
era su madre, que vivía en el piso de arriba y solía aparecer en muchas
ocasiones. Con ella discutía de todo, de cómo hacer la comida, de cómo se
pronunciaba el apellido de un presentador de las noticias, de cómo debía
planchar, vestir a sus hijos…creedme, de todo. La abuela entraba por la puerta
diciendo: “…no si me voy…” y nosotros ya sabíamos que había bronca segura. No
obstante, si por cualquier casualidad en casa no había quien quisiera discutir
con ella, salía a la calle en busca de alguna ilusa con quien practicar, y lo
hacía de todo, de las notas o de la guapura de sus hijos, en ese aspecto mi
madre siempre ganaba, porque está feo decirlo, pero en mi familia éramos guapos
y bien hechos, y sobre todo mi hermano Tercio, por lo que a ese respecto era
discusión segura y con resultado positivo para ella.
Otra
característica de mi madre eran las voces, voceaba para todo, para regañarnos,
para decir que pusiéramos la mesa, para que fuéramos a comprar, para todo…Las
voces se oían en toda la casa y a mí me daba un poco de vergüenza, además de
hacerme sentir mal. Un día se nos ocurrió grabarla en un cassete, fue idea de
mis hermanos mayores, la idea consistía en poner a grabar en el momento en el
que entrara por la puerta de casa, y como de costumbre entraba dando voces,
reprochándonos esto o aquello, cosas de madre que a los niños no nos importaba,
luego lo reprodujimos con ella delante y las risas fueron mayúsculas, a ella
lejos de darle vergüenza le produjo tal risa que terminamos todos riendo a
carcajada limpia, así era mi madre, alegre hasta reventar.
De
los Familacia solo existían mi padre y mi abuelo, todos los demás habían
muerto, pero en mi alma su influencia era mucho más potente, podía estar con mi
padre muchas horas sin hablar y todo en él me daba paz. Mi padre era alto,
delgado, de pelo negro, por lo que contrastaba mucho con mi madre. Su mayor
característica siempre fue la elegancia, me acuerdo cuando le veía venir de la
fábrica –trabajaba en una fábrica de espadas en el arrabal de la ciudad–,
bajaba por el Arco Palacio hacia la Plaza del Ayuntamiento con un porte y una
elegancia tal, que parecía que acababa de dejar las reuniones en el ministerio.
Recuerdo el taller en donde hacía sus trabajos, que se traía de la fábrica,
para sacar a su familia adelante, y el olor a metal, alguna vez me cogía con
sus manos grandes y me ponía encima de sus piernas y me enseñaba a limar la
esquirlas de metal de pequeñas espaditas que hacían para los turistas. En esa
época hablaba poco, aunque mi madre decía de él frases como: “…parece ermita y
es catedral…” o “…cuando habla parece la campana gorda del tránsito…” yo no
entendía esas frases, pero con los años me he dado cuenta de la trascendencia
de las mismas.
A
mi padre había una cosa que le apasionaba, el fútbol, él mismo había
pertenecido al Fútbol Club de la ciudad como portero. Era hincha de un equipo
que llamaban “los periquitos”, que aunque estaba en primera división nunca
ganaba. Esta pasión hacía que en la televisión siempre hubiese su deporte
favorito y que la tarde-noche de los domingos escucháramos continuamente
programas de fútbol –ese era el único inconveniente que tenía mi padre, porque
a mí nunca me gustó ese deporte–.
Así
comencé a vivir, siempre durmiendo para no molestar, pero observando mi entorno
y diseñando estrategias de supervivencia, que os iré contando en los diferentes
capítulos.
Lola Lirola, Toledo, 05 de marzo de 2015
Excelente comienzo. Cinca.
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