lunes, 23 de marzo de 2015

EL ABUELO FAMILACIA



Yo solo conocí a dos abuelos: mi abuela por parte de madre y mi abuelo por parte de padre –en otras épocas la muerte sobrevenía a muy temprana edad–. De mi abuela poco puedo decir, pues nunca ejerció como tal, era de aquellas que andaban con preferencias entre sus nietos y yo jamás estuve entre sus quereres. Ella era la viuda de Familiojas –se quedó viuda muy joven y disfrutó de su estatus durante mucho tiempo–, llevaba abrigos de astracán, joyas variadas y vestidos hechos a medida. Los sábados frecuentaba “el Café Español” –un lugar ubicado en la plaza de Zocodover esquina calle Comercio, muy pintoresco que tenía frescos pintados en el techo –, allí acudía con sus amigas viudas, solían situarse detrás de los grandes ventanales para poder tomar el pulso a la ciudad. Seguramente algún otro nieto, a los que regalaba su amor podría escribir mucho más. Sin embargo, a mí se me antoja más apetecible hablar de mi abuelo, ya que tuve la gran suerte de tener al mejor entre los mejores, tenía el don de contar historias fantásticas de otros tiempos y ejercía como abuelo con todos y cada uno de sus nietos, sin distinciones o al menos así nos hacía sentir a todos.
Pedro Familacia –padre de mi padre– era peluquero de profesión –en sus buenos momentos tuvo una barbería y una peluquería de señoras en Zocodover, lo que le sirvió para ganarse el mote de “el marica” –; monárquico de convencimiento –hay que entender que nació en el siglo XIX–. Había nacido en el Palacio de Fuensalida, en la localidad de Fuensalida (Toledo), ya que a su madre Dolores le sobrevino el parto estando su marido Nemesio –que era sastre de alta alcurnia– haciendo unos trajes al conde de dicha localidad, tarea que le llevó bastante tiempo, por lo que formaron parte del servicio del conde durante algún tiempo. Tuvo una vida rica en desgracias, lo que le hizo ser todo un superviviente, pero en su rostro jamás quedó reflejada la desgracia y la vida le regaló longevidad suficiente para ser mi primer maestro.
Cuando yo le conocí, ya era viejo, andaba doblado por las lumbares, apoyaba una mano anudada por la artrosis en un bastón y la otra en la espalda, arrastraba los pies intentado dejar huella en la tierra que le vio nacer. Sin embargo su porte hablaba de otros tiempos en los que fue un hombre alto y elegante. Él siempre vestía de traje, camisa blanca y corbata negra como manifestación del luto que guardó toda la vida a su mujer y a su hija. En invierno un abrigo por los hombros adornaba sus andares cansados. Su mirada risueña se dejaba entrever detrás de unas gafas redondas de montura de concha de carey, una amplia sonrisa había acentuado los pliegues configurando un rostro guasón y afable. De él heredé las chatas, las orejotas grandes, las lentes y ese andar cansino arrastrando los pies.
De pequeña solía disfrutar de su compañía muy a menudo, ya que vivía muy cerca de mi casa, por tanto no era de extrañar verle por alguna calle del barrio, aunque yo conocía sus rutinas y cuando quería buscarle sabía donde hacerlo. A él le solía gustar pasar algún tiempo sentado en los escalones del Ayuntamiento –escalones que solucionan el desnivel entre la plaza del Ayuntamiento y la calle de la Ciudad–, también le gustaba sentarse en la lonja y a mí disfrutar de su compañía. En verano nos compraba polos de hielo, los que más le gustaban a él eran los de limón y a mí los de naranja. Si no le encontrábamos allí, íbamos a su casa y sino a la de la Señora Petra, en donde solía ir a jugar a las cartas. La señora Petra era una mujer –que vivía enfrente del Pozo Amargo, en la casa pisos– que alquilaba habitaciones. Era tan gorda que siempre pensé que estaba empotrada en la silla de mimbre, la cual sonaba a cada movimiento de ella, yo jamás la vi de píe, siempre estaba sentada. Allí se reunían alrededor del brasero junto con la señora Dolores, la del patio bonito, y juntos jugaban a las cartas con dinero -mi abuelo siempre las ganaba, siempre sospeché que las hacía trampas-. Cuando le buscaba y estaba allí, los tres viejos se deshacían en alabanzas hacia mí, me regalaban caramelos e incluso me daban algunas “perrillas” para que me comprara chuches, mi presencia parecía una fiesta en sus vidas monótonas.
El abuelo también jugaba a las quinielas y tenía fama de entendido en la materia, ya que alguna vez le había tocado algún premio pequeño. Pero una vez le toco una de catorce, todo un acontecimiento en la familia, ya que nos compró regalos a todos y lo mejor fue, que ese año nos fuimos de vacaciones a Estepona (Málaga), a mí me pareció muy curioso, ya que a mi madre no le solía gustar su compañía, sin embargo en esta ocasión no dijo absolutamente nada. Fueron unas vacaciones estupendas. Al año siguiente también nos invitó de vacaciones, esta vez se optó por llevarle a los barros del Mar Menor. No sé quién le había dicho que no debía ducharse para que le hicieran efecto los barros, así que cada día era más insoportable el olor que despedía, mis hermanos y yo solíamos reírnos y él participaba de nuestras risas, pero mi madre decidió que si no se duchaba no volvería a llevárselo.
Sus últimos años los pasó en el Hospitalito del Rey, una institución regentada por monjas, allí acudíamos a pasar largos ratos con él, siempre decía: esto es vida, es como vivir en un hotel, me dan de comer, me tienen la ropa limpia, duermo en una cama calentito, se le veía feliz y cuidado en su vejez. Era fácil de entender después de la vida que había llevado, él se había quedado viudo muy joven y de todos era sabido que le faltaba una buena mujer que le organizara la vida, eran otros tiempos, sin embargo esa carencia no le quitaba ni un ápice de elegancia, de simpatía y de popularidad entre las mujeres, al revés siempre tenía gente que le ayudaba en esos avatares de la vida.
Mi abuelo contaba muchas historias, era un hombre que solía leer el periódico –aunque fuera atrasado–, nunca supe si éstas eran inventadas o ciertas, aunque yo siempre le escuchaba con suma atención. La verdad es que a veces parecían sacadas de la realidad, pero otras se me hacía muy difícil creerlas, así que con el tiempo llegué a pensar que la vida le inspiraba e iba improvisando mezclando la realidad con la inventiva. Así ocurrió cuando estuvimos en el Puerto Banus en Marbella, en donde le confundieron con un conde. Eso le inspiró decir que el condado de Famifrias le pertenecía, ya que él había nacido en el palacio perteneciente a un familiar de su madre que habían muerto sin descendencia y que durante la Guerra Civil española murió y al no reclamar la herencia la había perdido. En otra ocasión se inventó que su madre había tenido –fruto de un matrimonio anterior al de su padre– dos hermanas gemelas unidas por la cadera, contaba que salían al paseo marítimo de Cartagena y los viandantes le echaban dinero pensando que andaban pidiendo por la calle, o cuando decía que su madre había muerto porque se comió una coliflor de diez kilos en un día, lo que le produjo tal impacto que se murió. Muchas fueron las historias que me contaba cada día, de aquí me nació mi afición a escuchar a algunas personas mayores. Sin embargo jamás le oí quejarse por nada, jamás me contó sus miserias, ni sus sufrimientos y si alguna vez contaba algo lo revestía de tal misterio y fantasía que no podías imaginarte que hubiera sido sufrimiento para él.


El abuelo me marcó positivamente, ya que me enseñó a sonreír, a mirar la vida con otros ojos, a imaginar alternativas a una realidad incomoda, a reinventame día a día, a disfrutar de las pequeñas cosas, a que lo importante es una mirada que te haga sentir amada, fuera de convencionalismo, clases sociales, nos enseñó a ser educados, a respetar a los mayores. Indudablemente fue el primer maestro que la vida me puso en el camino, del que aun aprendo, puesto que el legado que me dejo se va revelando día a día.

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