Yo
solo conocí a dos abuelos: mi abuela por parte de madre y mi abuelo por parte
de padre –en otras épocas la muerte sobrevenía a muy temprana edad–. De mi
abuela poco puedo decir, pues nunca ejerció como tal, era de aquellas que
andaban con preferencias entre sus nietos y yo jamás estuve entre sus quereres.
Ella era la viuda de Familiojas –se quedó viuda muy joven y disfrutó de su
estatus durante mucho tiempo–, llevaba abrigos de astracán, joyas variadas y vestidos
hechos a medida. Los sábados frecuentaba “el Café Español” –un lugar ubicado en
la plaza de Zocodover esquina calle Comercio, muy pintoresco que tenía frescos
pintados en el techo –, allí acudía con sus amigas viudas, solían situarse
detrás de los grandes ventanales para poder tomar el pulso a la ciudad.
Seguramente algún otro nieto, a los que regalaba su amor podría escribir mucho
más. Sin embargo, a mí se me antoja más apetecible hablar de mi abuelo, ya que tuve
la gran suerte de tener al mejor entre los mejores, tenía el don de contar
historias fantásticas de otros tiempos y ejercía como abuelo con todos y cada
uno de sus nietos, sin distinciones o al menos así nos hacía sentir a todos.
Pedro
Familacia –padre de mi padre– era peluquero de profesión –en sus buenos
momentos tuvo una barbería y una peluquería de señoras en Zocodover, lo que le
sirvió para ganarse el mote de “el marica” –; monárquico de convencimiento –hay
que entender que nació en el siglo XIX–. Había nacido en el Palacio de
Fuensalida, en la localidad de Fuensalida (Toledo), ya que a su madre Dolores
le sobrevino el parto estando su marido Nemesio –que era sastre de alta
alcurnia– haciendo unos trajes al conde de dicha localidad, tarea que le llevó
bastante tiempo, por lo que formaron parte del servicio del conde durante algún
tiempo. Tuvo una vida rica en desgracias, lo que le hizo ser todo un
superviviente, pero en su rostro jamás quedó reflejada la desgracia y la vida
le regaló longevidad suficiente para ser mi primer maestro.
Cuando
yo le conocí, ya era viejo, andaba doblado por las lumbares, apoyaba una mano
anudada por la artrosis en un bastón y la otra en la espalda, arrastraba los
pies intentado dejar huella en la tierra que le vio nacer. Sin embargo su porte
hablaba de otros tiempos en los que fue un hombre alto y elegante. Él siempre
vestía de traje, camisa blanca y corbata negra como manifestación del luto que
guardó toda la vida a su mujer y a su hija. En invierno un abrigo por los
hombros adornaba sus andares cansados. Su mirada risueña se dejaba entrever
detrás de unas gafas redondas de montura de concha de carey, una amplia sonrisa
había acentuado los pliegues configurando un rostro guasón y afable. De él heredé
las chatas, las orejotas grandes, las lentes y ese andar cansino arrastrando
los pies.
De
pequeña solía disfrutar de su compañía muy a menudo, ya que vivía muy cerca de
mi casa, por tanto no era de extrañar verle por alguna calle del barrio, aunque
yo conocía sus rutinas y cuando quería buscarle sabía donde hacerlo. A él le
solía gustar pasar algún tiempo sentado en los escalones del Ayuntamiento
–escalones que solucionan el desnivel entre la plaza del Ayuntamiento y la calle
de la Ciudad–, también le gustaba sentarse en la lonja y a mí disfrutar de su
compañía. En verano nos compraba polos de hielo, los que más le gustaban a él eran
los de limón y a mí los de naranja. Si no le encontrábamos allí, íbamos a su
casa y sino a la de la Señora Petra, en donde solía ir a jugar a las cartas. La
señora Petra era una mujer –que vivía enfrente del Pozo Amargo, en la casa
pisos– que alquilaba habitaciones. Era tan gorda que siempre pensé que estaba
empotrada en la silla de mimbre, la cual sonaba a cada movimiento de ella, yo jamás
la vi de píe, siempre estaba sentada. Allí se reunían alrededor del brasero
junto con la señora Dolores, la del patio bonito, y juntos jugaban a las cartas con
dinero -mi abuelo siempre las ganaba, siempre sospeché que las hacía trampas-. Cuando le buscaba y estaba allí, los tres viejos se deshacían en alabanzas hacia
mí, me regalaban caramelos e incluso me daban algunas “perrillas” para que me
comprara chuches, mi presencia parecía una fiesta en sus vidas monótonas.
El
abuelo también jugaba a las quinielas y tenía fama de entendido en la
materia, ya que alguna vez le había tocado algún premio pequeño. Pero una vez
le toco una de catorce, todo un acontecimiento en la familia, ya que nos compró
regalos a todos y lo mejor fue, que ese año nos fuimos de vacaciones a Estepona
(Málaga), a mí me pareció muy curioso, ya que a mi madre no le solía gustar su
compañía, sin embargo en esta ocasión no dijo absolutamente nada. Fueron unas
vacaciones estupendas. Al año siguiente también nos invitó de vacaciones, esta
vez se optó por llevarle a los barros del Mar Menor. No sé quién le había dicho
que no debía ducharse para que le hicieran efecto los barros, así que cada día
era más insoportable el olor que despedía, mis hermanos y yo solíamos reírnos y
él participaba de nuestras risas, pero mi madre decidió que si no se duchaba no
volvería a llevárselo.
Sus
últimos años los pasó en el Hospitalito del Rey, una institución regentada por
monjas, allí acudíamos a pasar largos ratos con él, siempre decía: esto es
vida, es como vivir en un hotel, me dan de comer, me tienen la ropa limpia,
duermo en una cama calentito, se le veía feliz y cuidado en su vejez. Era fácil
de entender después de la vida que había llevado, él se había quedado viudo muy
joven y de todos era sabido que le faltaba una buena mujer que le organizara la
vida, eran otros tiempos, sin embargo esa carencia no le quitaba ni un ápice de
elegancia, de simpatía y de popularidad entre las mujeres, al revés siempre
tenía gente que le ayudaba en esos avatares de la vida.
Mi
abuelo contaba muchas historias, era un hombre que solía leer el periódico
–aunque fuera atrasado–, nunca supe si éstas eran inventadas o ciertas, aunque
yo siempre le escuchaba con suma atención. La verdad es que a veces parecían
sacadas de la realidad, pero otras se me hacía muy difícil creerlas, así que con
el tiempo llegué a pensar que la vida le inspiraba e iba improvisando mezclando
la realidad con la inventiva. Así ocurrió cuando estuvimos en el Puerto Banus
en Marbella, en donde le confundieron con un conde. Eso le inspiró decir que el
condado de Famifrias le pertenecía, ya que él había nacido en el palacio perteneciente
a un familiar de su madre que habían muerto sin descendencia y que durante la
Guerra Civil española murió y al no reclamar la herencia la había perdido. En
otra ocasión se inventó que su madre había tenido –fruto de un matrimonio
anterior al de su padre– dos hermanas gemelas unidas por la cadera, contaba que
salían al paseo marítimo de Cartagena y los viandantes le echaban dinero
pensando que andaban pidiendo por la calle, o cuando decía que su madre había
muerto porque se comió una coliflor de diez kilos en un día, lo que le produjo
tal impacto que se murió. Muchas fueron las historias que me contaba cada día,
de aquí me nació mi afición a escuchar a algunas personas mayores. Sin embargo
jamás le oí quejarse por nada, jamás me contó sus miserias, ni sus sufrimientos
y si alguna vez contaba algo lo revestía de tal misterio y fantasía que no
podías imaginarte que hubiera sido sufrimiento para él.
El
abuelo me marcó positivamente, ya que me enseñó a sonreír, a mirar la vida con
otros ojos, a imaginar alternativas a una realidad incomoda, a reinventame día
a día, a disfrutar de las pequeñas cosas, a que lo importante es una mirada que
te haga sentir amada, fuera de convencionalismo, clases sociales, nos enseñó a
ser educados, a respetar a los mayores. Indudablemente fue el primer maestro
que la vida me puso en el camino, del que aun aprendo, puesto que el legado que
me dejo se va revelando día a día.
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