CINCA VA A LA ESCUELA.
Entre
mis primitivos recuerdos se encuentra el día en que asistí a la escuela por
primera vez, fue en el colegio parroquial de Santo Tomé, la misma iglesia donde
me bautizaron, no había cumplido aún los
cuatro años, iba de la mano de mi hermana que tenía dos más que yo –a ella la
impusieron la responsabilidad sobre mí desde que era muy pequeña–, recuerdo
como las niñas mayores se deshacían en halagos hacia mi persona y como mi
hermana ejercía su responsabilidad con demasiado recelo.
El
colegio estaba en la parte de arriba de la iglesia, hacia la mitad de la nave
derecha había una puerta por donde se subía como se sube a un torreón, según
avanzabas la luz pugnaba por entrar a la estancia, hasta llegar a la parte alta
en donde entre los ventanales destartalados se podían ver los volúmenes de los
tejados, el cielo que parecía querer invadir el espacio y de banda sonora se
oía el ulular cansino de las palomas.
En esa escuela había una maestra única –doña Delfina,
que era la hermana de algún obispo–, entre sus tareas se encontraba formar a un
grupo reducido de niñas, cuyos cursos comprendían entre preescolar hasta octavo
de la E.G.B., en cada curso había dos o tres niñas, que se sentaban alrededor
de una mesa redonda. La clase se disponía en una sola sala de gran capacidad,
al fondo estaban los retretes, en los que siempre hacía frío, y también la
habitación oscura, en donde te metían si te portabas mal, en la que yo jamás estuve, aunque un día miré
por el agujero de la llave, y vi que allí se guardaban las colchonetas
necesarias para hacer gimnasia, la cual hacíamos en la misma clase, apartando
las mesas y las sillas y poniendo en su lugar las colchonetas.
Al
colegio acudíamos todos los días en grupo, unas cuantas niñas con nuestras
madres, mientras nosotras consolidamos
las mejores amistades, aquellas que duran toda la vida, ellas hablaban de sus
cosas. Subíamos por la Calle de la Ciudad, la Plaza de San Salvador –aquí
jugábamos a saltar unos escalones, hasta llegar al más alto– y la Calle Santo
Tomé hasta llegar a la entrada del colegio, pasábamos a la iglesia y al final
de la misma y con escrupuloso silencio comenzábamos la mañana rezando todas
juntas, a nuestra derecha quedaba el famoso cuadro de El Greco, que en esos
momentos formaba parte de nuestra estética visual, ya que lo veíamos a diario. Recuerdo
que en el recreo nos daban leche, yo me llevaba cola-cao y unas magdalenas
hechas por mi madre y ese era nuestro almuerzo.
La
maestra nos quería mucho, sobre todo a las pequeñas, una vez incluso su marido,
que tenía un Seat 850 y trabajaba en un comercio de las Cuatro Calles que se
llamaba Medel y Cruz, nos llevó del colegio a casa, que aunque la distancia era
corta, para nosotras fue un detalle, ya que entonces montar en coche era algo
excepcional.
Luego
cerraron ese colegio y nos anexionaron al colegio parroquial de Santa Leocadia,
en donde la maestra ascendió a directora, y aunque siempre se notaba la
preferencia que nos tenía, ya no era lo mismo. El primer cambio fue que en las
clases había niños y niñas, y también que había muchos más alumnos. También
descubrí que la mayoría de los maestros eran familiares del sacerdote titular
de la iglesia a la que estaba adscrito el colegio, con la consiguiente
influencia de ésta, que se veía reflejado en los numerosos actos religiosos a
los que asistíamos en horario escolar, como la misa obligada de los primeros viernes
de mes. Nosotros no nos sentíamos presionados por esta práctica, ya que para
nosotros era una manera de escaquearnos de clase y eran momentos únicos para
divertirnos ¡lo que me habré reído yo en esas misas y en esa iglesia! Otra
influencia de la parroquia era la
celebración del mes de la Virgen María, en mayo había que llevar flores, la
profesora de religión –que también impartía Lengua y Francés– se encargaba de
ir cambiando las flores secas por unas más frescas. Los ramos los llevábamos
los niños y las cogíamos en el patio de casa, o en jardín de algún familiar, la
familia siempre colaboraba para ese acontecimiento. Una vez, alguien cogió el ramo de la basura y comenzamos una
guerra de claveles, algo que no era extraño, porque solíamos hacer guerra de bolas
de papel, guerra de bolas con canutillo…etc., todo tipo de guerras que siempre
empezaban los más gamberros y que debía de secundar porque como vieran que no
disfrutabas del acontecimiento, más aposta
te tiraban lo que hubiera de tirar, así que debías participar para
disimular.
Yo
nunca fui buena estudiante, una etiqueta que se me impuso desde muy pequeña, ya
que siempre me comparaban con los cerebritos de mis hermanos, tanto es así que
yo me la creí y estaba a gusto con esa etiqueta. En cada curso estaba el chico
y la chica diez, que a mí me acompañaron desde segundo curso hasta octavo –que
los llamábamos, los empollones–, estos y sus palmeros lloraban si sacaban menos
de 8, o si adelantaban un examen o si hacían un examen sorpresa. Yo siempre
pensé que su etiqueta era más dura que la mía, ya que ellos debían esforzarse
mucho más, yo sólo tenía que sacar un 5 raspón, lo cual era muy fácil.
En
el colegio a mí se me respetaba mucho, ya que era la hermana menor de…, a mi
hermana la temían hasta los profesores, era buenísima, toda una revolucionaria,
para mí era como una heroína, ya que podía hacer cosas incorrectas para los mayores
y por la frecuencia con que las
realizaba, no debía de costarle mucho. Una tarde, en que teníamos clases de
Ciencias Sociales, y todos estábamos aburridísimos, el profesor se sentó encima
de su mesa con postura chulesca y con un puro en la mano, poniendo sus pies en
una barra de la mesa de mi hermana que estaba enfrente, ésta le ató los
cordones de los zapatos a su mesa, y cuando el profesor hizo por levantarse
terminó cayéndose, con la consiguiente carcajada de todos los que lo
presenciamos. Ese día, como tantos, mi hermana terminó en el despacho de la
directora, la cual minimizo los acontecimientos, de todo los profesores era
sabido que la directora tenía preferencia por mi hermana y por sus alumnas de
Santo Tomé, este solo fue un acontecimiento de tantos, que no sé yo como mi
hermana no escribe sus memorias, que tendría más que yo que escribir. Por este
motivo, en el colegio yo era intocable, nadie se atrevía a meterse con la
hermana pequeña.
Ese
año se despertó en mí, la curiosidad por los chicos. Ya que aunque habíamos
estudiado en un colegio mixto, nuestros compañeros no despertaban ninguna atracción,
ya que les conocíamos desde que eran muy pequeños. Sin embargo, ese año conocimos
a los chicos de otro colegio, este se encontraba en el edificio de la
Diputación, era el colegio de San Fernando, un colegio sólo de chicos, por supuesto más guapos y
malotes que los del nuestro. Solíamos verlos los viernes, sobre todo, teníamos
que esperar un poco ya que nosotras terminábamos antes, en una ocasión entramos
en su colegio, bajo indicaciones de mi hermana que se atrevía a todo, subimos
las escaleras con sumo cuidado, el piso crujía bajo nuestros pasos, debíamos
llegar la clase que se encontraba al final de un pasillo que nunca terminaba,
jamás comprendí cuál era el objetivo de llegar allí, pero estoy segura que
había un poco de valentía y otro de
demostrar a mis amigas que no tenía miedo. Al llegar a la clase, miramos por el
ojo de la cerradura, por el que veíamos el catálogo de todos los chicos a los
que algunos ya conocíamos, también estaba don Pedro Corchero impartiendo su
clase. Una de las que íbamos tropezó, lo que alertó a los que estaban dentro,
inmediatamente todas las cabezas miraron hacia la puerta, los chicos intuyeron
nuestra presencia e inmediatamente comprendimos que habíamos sido descubiertas,
salimos corriendo hacia la salida con máxima celeridad, el ruido de nuestros
pasos ocasionó tal revolución que todos los profesores que estaban en las demás
clases abrieron sus puertas para ver lo que ocurría. El corazón me latía muy
rápido, yo no estaba acostumbrada a ningún tipo de gamberradas, inmediatamente
pensé que no me era rentable estar del lado de las gamberradas, la inseguridad
que me invadió casi me llevó al llanto. Una vez en la calle subimos la cuesta
de Santa Leocadia y nos escondimos a esperarlos para que los chicos nos
contaran qué había pasado. Yo lo único que pensaba era que del catálogo de
chicos, ninguno era para mí, demasiado pequeños, demasiado repeinados y
demasiado pijos, habría que buscar por otra parte…
Lola Lirola, Toledo, 12 de marzo de 2015.
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