sábado, 13 de julio de 2013

EL EMBELESO DE LAS DAMAS

,“Ta mère m'a demandé de te découvrir les secrets les plus mystérieux du lit nuptial et de t'apprendre ce que tu dois être avec ton mari, ce que ton mari sera aussi, touchant ces petites choses pour lesquelles s'enflamment si fort les hommes. Cette nuit, pour que je puisse t'endoctriner sur tout d'une langue plus libre, nous coucherons ensemble dans mon lit, dont je voudrais pouvoir dire qu'il aura été la plus douce lice de Vénus”[1]         
CHORIER, Nicolás, Aloisiæ Sigeæ, Toletanæ, Satyra sotadica de arcanis amoris et Veneris


EL EMBELESO  DE LAS  DAMAS


A las mujeres nos gusta, querida Luisa[2], que el hombre esté bien limpio, que sus manos y sus uñas no muestren la rudeza de su trabajo, que al acercarnos a ellos no huelan a pocilga, sino que su aliento  se encuentre más cerca de las hojas de menta, que al trasero de un asno. Que sus cabellos se hallen ordenados y limpios; Que sus ojos expresen la felicidad del que está con la más bella flor -aquí, pequeña Luisa, hay que prestar mucha atención-, cuando a un hombre se le borra esa expresión, es porque ya no está enamorado de ti, y a las mujeres nos vuelve loca, que el hombre te trate como a una copa de cristal que puede romperse en cualquier momento. Nos gusta sentirnos amadas, queridas,  deseadas, aunque los años, los hijos y los trabajos, hayan maltratado nuestro cuerpo. En las artes amatorias, no es tan importante el cuerpo como las miradas de dos almas que se unen, la unión de dos personas que se aman, que dejan atrás los problemas individuales, y se unen  olvidando el tiempo, el espacio, las clases sociales; eso, niña, ¡es lo más hermoso!.
-Cuéntame Francesca, cuéntame –dijo Luisa ávida de información-.
-Cuando conocí a mi marido, éramos unos niños, nuestro matrimonio fue pactado por nuestros padres, luego hubo el beneplácito por parte del buen señor –tu padre-. Cuando nos casamos, ya habíamos yacido juntos y, para mí, no había emoción en la cama. Sin embargo -esto que te voy a contar, no quiero que salga de nosotras, pequeña, si mi marido supiese…., ya le conoces, ¡es un animal!-. Cuando vivíamos en Toledo –en el palacio de los señores don Juan Padilla y doña María Pacheco-,  llegaron unos soldados –eran unos mensajeros que traían noticias del levantamiento de las Comunidades-. Doña María nos dijo que les sirviéramos agua y algo de comer, y  en un descuido, derramé la sopa encima de un soldado, enseguida le limpié, él me cogió la mano y… algo recorrió todo mi cuerpo, el flechazo fue automático, el tiempo se paró, todo lo que nos rodeaba desapareció, como sí nos quedáramos solos, él y yo. En mi vida había sentido nada igual, mi cuerpo fue recorrido por un escalofrío que erizó hasta el rincón más secreto de mi piel. Él tuvo que sentir lo mismo, porque su mirada se clavó en mis pupilas, y comenzó a ver a través de mi alma. Yo me sentí vulnerable, pensé que alguien podría ver mis pensamientos, y salí corriendo hacia la cocina, allí permanecí.  Al momento, le veo que entra en la cocina –mi aturdimiento fue algo que se veía a simple vista, menos mal que en ese momento no había nadie allí-.
-¿Cómo tengo  el honor de llamar a tan bella dama? –yo tenía veinte años, y mi juventud era patente, él tenía alguno más, no muchos, pero los suficientes para ver que era mayor que yo-
-Francesca, señor –yo, entre los militares,  no distinguía el rango y no sabía si era capitán o alférez, o qué grado tenía aquel hombre tan interesante-.
-Llámadme señor, sólo si soy su señor, sino llamadme Manuel,  –yo me ruboricé al instante-, llevo años soñando con usted, con su piel, con lo que hemos sentido al rozar nuestras manos. Mañana me voy a la guerra, posiblemente no vuelva, se que no le puedo pedir nada, pero desde que la he visto he comprendido que era la mujer de mi vida. Ha  sentido  lo mismo que yo, lo he podido comprobar, ¡déjeme  pasear con usted, esta tarde,  por la ribera del Tajo! –Manuel, quedó expectante. Miró hacia la puerta urgiendo una respuesta, ya que en cualquier momento podía entrar alguien y vernos hablando, todo serían sospechas-.
-De acuerdo, esta tarde en el baño de la Cava a las  cuatro –le dije para que se fuera y el peligro cediera. Sin embargo, había una fuerza que nacía de mi interior que me llevaba, incluso, a plantearme asistir a esa cita.
            Pasé  toda la mañana despistada, mis pensamientos eran contradictorios: por una parte estaba casada desde hacía tres años; sin embargo, yo tenía un matrimonio sin hijos, un marido tosco, y carente de sensibilidad, que había hecho que mi vida fuera monótona y sin interés; yo  sabía que era bella, que mi cuerpo todavía firme, anhelaba ser deseado y amado. Con mi marido, jamás había sentido esa sensación, que en un minuto había experimentado con él –Manuel, Francesca pronunció el nombre con tono de enamorada-.
            Sin saber qué fuerza me atraía, busqué una estratagema para poder escaparme de mis obligaciones sin levantar sospechas. Ese día me engalané especialmente, como cuando iba a misa por Pascua de Resurrección. Mi mente quería engañarme, pero mis actos decían todo lo contrario. Me acerqué hacía el lugar citado, durante todo el camino acudieron muchos  miedos, temía que no acudiera. En varias ocasiones volví sobre mis pasos. Mil preguntas acudían a mi mente, y ¿si no viene?, y ¿si me ve alguien?…pero continué, cuando llegue al puente le vi, estaba esperándome, la bajada al baño de la Cava era difícil y esperaba para ayudarme. Miré en rededor y nadie había, era junio, y al calor de la siesta todos buscaban el refugio de sus casas. Nuestras miradas se encontraron, ambos sabíamos que había una fuerza que nos empujaba a amarnos.
-Hola, tengo que decirle que….-él me tapó la boca-
-No hable mi bella dama, dejemos nuestros secretos escondidos –me tomó de la mano y me llevó a la ribera del río, seguro que él también tenía cosas que ocultar-
Allí en seguida notamos la frescura de la vegetación, nos sentamos al pie de un sauce como  cómplice de nuestro amor. Manuel me miraba con unos profundos ojos negros, y una mirada que observaba mis ojos, mis labios, mi piel. Yo la percibía palpando cada centímetro de mi cuerpo –una experiencia que nunca había intuido.  Sin mucha espera  nuestros cuerpos se acercaron buscando la misma  experiencia que habíamos sentido por la mañana, no tardó en llegar. Nuestros labios se unieron –Manuel había tomado menta, al igual que yo, por lo que ambos ratificábamos nuestra afirmación tácita-, la emoción se disparó a  sensaciones sorprendentes, Manuel sintió confirmada su intención, por lo que comenzamos a amarnos sin ningún reparo.
-Luisa, en mi vida me habían amado así –su interlocutora estaba callada, no hablaba por no interrumpir-.
            Comenzó a besarme delicadamente, la yema de sus dedos acariciaba mi tez, besó mi cuello, mi cara, mis labios, mis ojos; sus brazos me asían fuertemente, yo los sentía musculosos y fuertes. Note un aroma especial -se había perfumado. ¡Qué delicadeza!-, jamás había degustado nada igual. Noté cómo mis pechos turgentes se erizaron de placer, mi cuerpo pedía el suyo; él se descamisó, dejó su pecho fuerte al descubierto, su  aroma y sus caricias  nublaron mis sentidos; retiré mi vestido, quedé en paños menores, la fina tela de lino trasparentaba mis pechos que se encontraban repletos, firmes. En la aproximación sentí, en mi muslo, que en él todo era firme y fuerte, lo que aumentaba mi excitación. Se tomó su tiempo para  acariciarme, besarme, susurrarme cosas lindas, cosas que nunca nadie me había dicho; mi cuerpo buscaba su tacto, mi piel quería su piel; me desnudé –algo que no había hecho con mi marido en la vida-, sentí mi cuerpo más bello que nunca, el lo admiró de tal manera que me creí la mujer más bella del mundo, tomó mis pechos entre sus manos con tal delicadeza, los besó, bebió mi  juventud como nunca la habían bebido, acarició mis caderas, mis muslos, mi cintura. Mi cuerpo pedía más, pero él con toda pausa observaba los reflejos del río en mi cuerpo, besaba una y otra vez mi cuerpo, sin prisas; aunque yo, instruida a una penetración rápida a la que me había acostumbrado mi marido, quería que consumara; sin embargo, él no tenía ninguna prisa, acariciaba, besaba y yo me dejaba, enajenada del tiempo y del espacio, mi cuerpo se dejaba hacer lo que fuera, totalmente desnudo  necesitaba más. Entonces él besó  mi intimidad -di un respingo-, pues nadie me  había besado ahí, algo había oído, pero nunca lo había experimentado; él me tranquilizó, después llegó algo fuera de lo normal, la excitación fue en aumento, yo quería que hiciera lo que todo hombre hace con una mujer, pero él parecía que no quería terminar. Él continúo, de repente noté cómo una sensación, jamás sentida, que invadió mi intimidad, un sofoco continuo me hacía jadear, mi piel quedó tan vulnerable que le aparté de mí de golpe, él se rió –posiblemente conocía esa  reacción de otra mujer-, no pude evitar besarle entero, intentando dar tiempo a que esa sensación pasase. Poco a poco se fue apagando, y cuando consideró preciso  continúo, nuestros ojos se miraba buscado aprobación, placer y aceptación. Una vez que hubo pasado esa sensación en mi piel, continúo besándome, entonces desabroché su pantalón,  él colaboró desnudándose. ¡Qué cuerpo tan bien hecho!, ¡qué anatomía tan erecta y perfecta!,  -me sorprendí pensando en el miembro de un hombre sin sentir nauseas-, note su virilidad; con su fricción, un cosquilleo recorrió todo mi cuerpo,  necesitaba que continuara, pero él dilató lo inesperado, sabía que  todo debía llevar un ritmo más lento. Volvió a besar mi cuerpo, yo necesitaba más, y más, y él no quería dármelo,  -¿que ocurría?, iba a volverme loca- volvió a besar mi intimidad, su lengua bebía el manjar deleitoso de mi excitación, la sensación regresó otra vez, mis pechos turgentes eran acariciados con sus manos a la vez que su lengua viajaba nerviosa por mi intimidad, pero, cuanto más quería yo, más lo dilataba él. De nuevo sentí me  morir, ¿porqué paraba?,  ¿porqué concentraba su atención  en otro punto? De repente se paró, me pidió permiso con su mirada, -no hacía falta, de sobra sabía que lo tenía-,   nuestros miembros, como si se conocieran de toda la vida hicieron las delicias de los dos, yo sentía mi sangre rápidamente viajar de un lado a otro, deteniéndose  por todo mi cuerpo, rozaban su pecho firme, él con un ritmo lento fue esperando una y otra vez, hasta que llegó la nueva sensación de antes, entonces noté cómo su miembro creció y a la vez que me llegó la sacudida a mí, le llegaba a él, el placer aumentó de tal manera que tenía ganas de gritar, le agarré y apreté su cadera hacia mi, el estremecimiento fue escandaloso, los dos, locos de placer gemimos y nos besamos, la locura invadió nuestro entendimiento, hasta llegar a la máxima excitación…después nuestros cuerpos quedaron lasos, ¿qué había ocurrido?, ¿qué había sentido?, algo extraordinario, único.
-Nunca mejor dicho, porque no la he vuelto a sentir nunca más –miro a Luisa que estaba ruborizada a su lado-
-¡Ay Dios mío, qué explícita eres! gracias Francesca, me estás siendo de mucha ayuda; intentaré no dar pistas ni detalles tan escabrosos como los que tú me has dado a mí.  Mi libro pretende ser un manual del ars amatoria, pero no te creas que me has escandalizado, ya he leído a Aristófanes, a Catulo, a Juvenal, a Marcial…etc., a todos los clásicos.
-Nada como la experiencia, mi querida Luisa, -las dos mujeres rieron, Francesca quedó pensativa-.

Lola Lirola



[1] CHORIER, Nicolás, Aloisiæ Sigeæ, Toletanæ, Satyra sotadica de arcanis amoris et Veneris: “…Tu madre me ha pedido que te descubra los secretos más misteriosos del lecho nupcial y que te enseñe lo que deberás ser con tu marido, lo que tu maridó también será, tocando esas pequeñas cosas por las que se encienden tanto los hombres. Esta noche, para que pueda adoctrinarte sobre todo con una lengua más libre, nos acostaremos juntas en mi cama, de la que me gustaría decir que será la palestra más dulce de Venus…”
[2] Luisa Sigeo de Velasco, a pesar de haber nacido en Tarancón (Cuenca), había pasado toda su vida en el reino luso, ya que su padre acompañó a doña María Pacheco en su exilio, cuando doña María, esposa de Juan de Padilla - el cabecilla comunero ejecutado en Villalar en 1521-, salió huyendo de España y encontró refugio en Portugal, llevó consigo algunos servidores, que permanecieron en ese país, como el padre de Luisa.  Ésta era una mujer políglota, poetisa, filósofa, y culta, y estuvo desde 1543-1552  -año en que se caso-, como  dama de la infanta María -hija de Manuel I “el afortunado” y  de su tercera esposa Leonor de Austria, hermana de Carlos V-.  Allí coincidieron las hermanas Sigea con algunas de las mujeres cultas más conocidas del momento, como Joana Vaz y Paula de Vicente, hija del dramaturgo.

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